viernes, 12 de febrero de 2016

Mi Rosario querido

Meter los ruidos de la ciudad en un frasco. Sellarlo al vacío.
Guardar el calor de la ciudad en el bolsillo de la campera de la abuela. Que se lo devoren las polillas.
Invitar al humo de la ciudad a merendar. Darle un té de boldo.
Llevar al psiquiatra los automóviles de la ciudad. Que les receten psicotrópicos.
Conquistar a los intensos peatones de la ciudad. Citarlos a una cena a la luz de las velas en el cerro Uritorco. Dejarlos plantados.  
Embalar los mosquitos de la ciudad. Mudarlos al inframundo.
Anotar a los murciélagos de la ciudad en un curso de superhéroes. Que se conviertan en Batman.
Al fin, mirar por la ventana la ciudad apaciguada, tomar el mate y suspirar, de falso alivio. 

lunes, 1 de febrero de 2016

Onírico

Son libélulas huérfanas en la adversidad. Insectos que ignoran los satélites y juegan revoltosos en la estepa, lejana y altiva, por la frontera natal de los sortilegios.
Despegan un vuelo de alas emparchadas, donde una estela los impulsa a intermitentes eventos de veneno y aplausos, de cadenas y azúcar. Nada les quita lo sutil de ser bellos, lo peligroso de ser libres, lo profundo de la intemperie.
Revolotean huyendo de lentes embotelladas, de espinas del azar. Deshilachando delgadas líneas ilícitas, para colapsar la ceremonia del caos, a fin de desbordar la inocencia por el abismo.
Pero solo es un desliz de bichos taciturnos, que no saben de psicólogos ni fármacos, que no saben de lágrimas ni helado, que no saben de canciones ni plazas.
Y se deleitan en el horizonte sediento de albas, extasiados de incógnitas, a enceguecerse con la espera de una luz que los humanice.
Y retornan por un andén de cicatrices, personitas tristes, que divagan por jardines imposibles y desiertos gratuitos, sin más consuelo que el silencio de sus huesos.
(Se arrepintieron de no haber sabido que preferían no saber)